Vivas las queremos (Nico, 1988 - Miss Marx, Susanna Nicchiarelli, Italia, 2017-2020)
- Extracto de Lo que hay que ver. Apuntes de cine
- 9 mar
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Pudo ser Amour o Nebraska o El árbol de la vida. Debió ser Tabú (Miguel Gomes, Portugal, 2012), por lejos el diálogo mejor entablado con la tradición cinematográfica clásica, el ajuste de cuentas mejor consumado[1].
Pero no. Fue la italiana Terraferma (Emanuele Crialese, 2011), que con un pie en el neorrealismo italiano de los ’40 [2] y otro pie en los lindes del plenipotenciario HD a la nueva usanza, aborda críticamente la peor catástrofe humanitaria de esos años: la de los migrantes africanos que se juegan la vida por llegar a las costas europeas. El espectador había perdido contra el sociólogo.
Diez años después, el imperativo profesional sentipensante vuelve a prevalecer ante otro maremoto demasiado humano, resultado de progresivas violencias, opresiones y vulnerabilidades de un mundo bochornosamente inequitativo. Marea de oleadas violáceas, hematoma sobre el cuerpo – y los cuerpos - de la tierra que cantara Maldoror.
A caballo entre dos películas artie-militantes, la italiana Susanna Nichiarelli aunó su obra con la arrolladora emergencia global de los movimientos feministas. No era la primera vez que filmaba desde lo personal-político: Cosmonaut (2009) es prueba de ello. Al cierre de la segunda década del siglo, optó por historizar su propuesta a partir de esa variación de estilo tan al uso (y el abuso) llamada biopic. Nico, 1988 y Miss Marx significan en su carrera la internacionalización, la, por así decir, desromanización de sus tópicos de interés.
Las biografiadas fueron Christa Päffgen, alias Nico, modelo-cantante-musa under de Andy Warhol y de unos cuantos más; y Eleanor Marx, alias Tussy, escritora, teórica y lideresa sindical, pionera del feminismo socialista, o del feminismo sin más.
Intensas vidas las suyas para ser imaginadas y contadas, con bienvenidas licencias como las que se toma la directora: en su perspectiva agonal, encarnan menos a la femme fatale que a la femme fatalité, destinos borrascosos signados por roles – la bella, la irresistible, la inteligente, la revolucionaria, la madre errática, la cuidadora abnegada – vividos como cargas, como imposiciones externas que movilizan crisis internas. El cuerpo individual y el cuerpo social cómo cárceles; la “economía real” de los cuidados, como imposibilidad.
La Nico de Nicchiarelli milita contra la imagen erotosexuada de Christa Päffgen, que había sido cara de la Vogue, de la Factory de Warhol y de los sucedáneos Velvet Underground. Se dice que Ernest Hemingway, Bob Dylan y Leonard Cohen le arrastraron el ala; Alain Delon fue su amante y padre no reconocido de su único hijo; con ella, Fellini nos puso a gozar(la) en La dolce vita[3]. Tenía con qué, la muchacha: con qué llenarse los ovarios de ser invariablemente linda, o deseada, o mero accesorio escénico. No más coros y pandereta para ella.
Fue Jim Morrison, compañero de embriagueces varias, quien le aconsejó hacer la suya, en términos musicales. Percibió antes que nadie la majestad desolada de su voz, como de “luz de imperio que se extingue” (Borges), como de “chauvinismo de gran nación” (Lenin) derrotada, que acompañada del armonio, también llamado órgano expresivo, exalta esa grandiosidad menoscabada, incluso en los peores pasajes del propio repertorio. Paisajes psíquicos, escribió el gran Simon Reynolds, sonidos de su Alemania natal – Nibelungen land - que la niña Christa vio y oyó hacerse añicos bajo los bombardeos aliados, algo que el film desliza en cierta escena. (Y que The marble index, su mejor álbum, atestigua)
Porque no era solo una cara bonita ni un adorno del pop-art system. Nichiarelli hace foco en los últimos años de la vida de Christa/Nico, que transmiten una sensación aguerrida y penosa, ambivalente, de declive y liberación. Su leit motiv es mostrarse casi siempre desagradable - No me llames Nico, responde a cada saludo - procedimiento que no sabemos si atribuir a datos biográficos precisos o a elementos para enfatizar el continuo desborde del personaje. De esa etapa final, lo único seguro, cinematográficamente hablando, es su reverso de fragilidad, explicitada hasta el estereotipo en las repetidas escenas donde aparece cual mamá drogona del rockerismo gótico (que no fue), lectora asidua de Shelley, Wordsworth y Coleridge (que sí fue). Allí, y solo allí, la caracterización pierde un poco del calado que alcanza en casi todo el metraje, particularmente en la relación dificultosa de Christa con su hijo, muchachón de conductas autolesivas.
Digna hija menor de Karl, Eleanor Marx fue verbo y carne del primer feminismo obrerista. Al igual que su ciclópeo padre, gustaba de los placeres de la vida espiritual decimonónica, dedicada a las bellas artes y los ejercicios del pensamiento. No era obrera manual: era obrera de la palabra, aunque no le hacía asco a los peores antros de la vida proletaria, ni al voluntariado social.
Todo esto nos lo relata Sussanna Nicchiarelli de un modo bastante convincente. Desde el punto de vista formal, Miss Marx (2020) sabe más a riesgo que su antecesora. El desenfado de los créditos iniciales y el opening musical aserrador de los Downtown Boys, preanuncian un tratamiento punk de la materia fílmica montada en ola de la Historia - con mayúscula- por venir.
El anacronismo estético inaugural promete múltiples deleites (al fan destacado de Jamie Reid que uno lleva adentro, sobremanera).
Pronto la película se encauza en los derroteros de una típica reconstrucción de época, de un drama histórico alternativamente lánguido, conmovedor y pedagógico. Sin embargo, la potencia narrativa es repuesta a través de imágenes de archivo en blanco y negro – ciudades, fabricas, proletarios de Estados Unidos a finales del siglo XIX - y punk rock de fondo, cuando la camarada Eleanor es invitada a “América” para dar conferencias y visitar centros de producción capitalista de condiciones infrahumanas.
A la Tussy de Nicchiarelli el patriarcado parece abrumarla tanto como el capitalismo[4], y ese oportuno balance dramático añade otro tinte de actualidad a la trama. Además de la opresión de clase; además del padre ubicuo y omnisciente, un esposo picaflor del calibre de Edward Avelling. Dramaturgo inglés, socialista él también, sujeto elusivo y sumamente idóneo de despilfarrar cuanto billete ajeno le cae en mano. Munificente en las cosas del amor y del dinero, le hace una trastada tras otra a la pobre Tussy, que contra la opinión de sus seres queridos, lo ama incondicionalmente.
Así, como registro estetizado del mundillo socialista en tiempos victorianos, Miss Marx es efectiva. Bon vivants preocupados por el mal vivir, bohemia políticamente radical, refinada y fumadora de opio. (Miss Marx no fumará hasta la catarsis final, el principio punk del ponzoñoso desenlace).
Aparte de las destacadas actuaciones de Trine Dyrholmn (Nico,1988), de Romola Garai (Miss Marx) y de la espléndida dirección de fotografía de Crystel Fournier, otros elementos aglutinadores del díptico son:
-El desarrollo cronológico, con placas en pantalla que marcan años relevantes en la intención biográfica de la directora.
-El actor John Gordon Sinclair, impecable en sus papeles de circunspecto manager (Nico) y del salvavidas que fue el Engels real para Karl y familia (Miss Marx). Pacientes, querendones, incondicionales, comprensivos, mecenas cada uno a su manera, soportan estoicamente las trastadas de la hija menor de su amigo dilecto y los metódicos desplantes de la cantante (ex)estrella de su incipiente agencia.
-Las sombras, ominosas, del padre freudiano, del patriarcado engelsiano. Una sombra familiar, tit(r)ánica, que la cubre toda: “Mi padre quería todo para mí menos la libertad. Pasé mi vida cuidando a los demás” (Tussy) La propia sombra, esbelta, que quiere cubrir con su total descuido físico: “Sufrí hambre de niña. Después empecé a modelar y tenía que estar siempre a dieta. Fue terrible, me encanta comer” (Nico).
-La música, no la música incidental, no la música porque sí. La Música.
Mujeronas de trágico sino, estas dos conserjes de la locura[5]. Libérrimas, con el berro a todo dar. Bailaron, y bien. Hasta las heces. Pero la revolución danzarina de Emma Goldman sigue pendiente. No siempre el o la que baila gana. ¿Cómo decirlo? Las cosas, a veces, parece que van, pero no van, o sí van. A la mismísima mierda se van.
[1] "El extinguido estilo y tono del cine clásico no es base para la imitación o la parodia, sino más bien sustento para el material onírico comunal, para ser explotado por algo nuevo y misterioso" (New York Times).
[2] “El cine con menos recursos y el más humano que se ha hecho jamás”, dijo Gabriel García Márquez en los tempranos ´50. Para él, debía servir de inspiración al cine Latinoamericano, lo que años más tarde sucedió.
[3] Absolutamente ningún comentarista, ni erudito ni de los otros que proliferan de la democracia táctil pantallizada señaló un hecho: Nico también fue musa de Bill Evans. ¡Bill Evans! ¿Cómo puede pasarse por alto la sinuosa cara de Christa en la portada de Moon beams (1962), obra maestra de uno de los mejores tríos del inconmensurable pianista?
[4] Hay una escena en la que Eleanor le dice Edward lo cansada que está de que la oprima, como la oprimió su padre. En realidad, interpretan una escena La casa de muñecas de Ibsen. El detalle del falso drama dentro del drama es sutil.
[5] Janitors of lunacy, temazo que abre uno de los mejores discos de Nico, Desertshore.

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