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Popeye, el marido

 

―¿Qué hacés pescado?― pregunto.

―¿Cuándo nadé por tu zanja?―, responde.

 

Noche de miércoles. Primavera. Quince jóvenes de entre dieciocho y veintiún años se ríen a carcajadas; algunos se levantan de la mesa, convulsos. 

 

Durante la cena he estado sentado en la cabecera, mi lugar habitual desde hace un año, o más. A mi lado, Popeye, recién ingresado en el dispositivo de tratamiento de conducta, trata de cortar la milanesa con un tenedor, desparramando la ensalada fuera del plato. Lo he visto esconderse -con gran habilidad- el cuchillo dentro del pantalón. Un mecanismo de defensa normal ante la eventualidad de cruzarse con quien tuvo problemas, “allá”. La primera noche es una caja de Pandora.

En cuestión de segundos, la situación ha socavado mi autoridad de referente positivo, que como la flor de Blake, es un trabajo de siglos. Ni los modocitos hacen caso. La noche termina tarde, inesperadamente agitada.

Hay una situación puntal que le allana el camino a la momentánea insurrección. Los más adelantados en el “tratamiento” (en el sentido de estar por irse) han salido de licencias laborales, estudiantiles o recreativas. Ellos suelen oficiar de garantes del sordo equilibrio interno.

 

Jueves. Voy a la cocina a calentar agua para el mate.

En la mesa del desayuno, Popeye está hablándole a los que en razón del darwinismo juvenil-delincuencial imperante se los apoda los Power Rancho. Con literaria vehemencia, les cuenta pormenores de un supuesto robo; los detalles son estrafalarios, las escenas, propias de un western. La última palabra que dice es “cartera”.

―¿Qué te robaste?―, digo de pasada, frente a todos los demás.

Estallan las risotadas acompañadas de gritos que parecen ser de horror. Largos ah. Popeye se pone colorado.

 

―Con carpa vos tenés tu tumba, ¿eh?

Según información clasificada del ámbito institucional, Popeye es un salteador menor, pero tiene un gran atributo que a su corta edad le ha permitido solventar un dilatado paso por el amateurismo del hampa. En Flores, del alto al bajo, se ha hecho un nombre, no por sus atracos. A cualquier cosa contesta chupala, amasándose la entrepierna.

Viernes. El día empieza siempre igual. Como un soviet, todos arriba, bien temprano, a matear, a limpiar, prepararlo todo para las salidas del fin de semana y arrancar con el asado, porque los viernes viene Juanjo.

 

Alrededor de las 10:30 da comienzo la liturgia. Los garantes del orden, mis asistentes personalizados; mis cinco, seis apóstoles. Que qué te traigo, la sal, los morrones. Que qué te hace falta, decime. Ellos imponen los temas. El resto participa con anécdotas personales. Soy un simple moderador. Escucho y propongo la pregunta que creo deben hacerse en las situaciones referidas. Circula el salamín y la morcilla fría con pan, mezclada con mates amargos, dulces y con leche, van arrimándose al fuego de a uno, la concordia impregna el ambiente, los que anoche estuvieron a punto de acuchillarse se sirven unos a otros sendas rueditas de embutido, aflora la mierda contenida, la alegría, las coincidencias, los proyectos, sonrisas, las caras se aflojan, aparece el pibe que cada cual lleva adentro.

Popeye está a un costado, solo. Juega con un palo de madera, me mira cuando los otros no lo miran. Los viernes ni siquiera los que me odian se resisten al rito. Hay excepciones, por supuesto.

 

Un par de horas más tarde se sienten todos tan a gusto, que surgen las mismas invitaciones del viernes anterior, y del anterior, y del anterior.

―Juanjo, ¿cuándo nos vamos a tomar unos vinos?

―Juanjo, ¿cuándo nos vamos a fumar un porro?

 

Yo respondo invariablemente que nunca jamás en la vida lo haremos. Podemos ir a la cancha (como hemos ido), podemos ir a recitales o a bailar (como hemos ido), a la playa (como hemos ido), pero tomar vino y fumar porro no. Al menos no juntos.

 

La carcajada es tan o más fuerte que la del miércoles, aunque percibo una ligera diferencia: está limpia de cierta rigidez y no es exagerada.

 

―Qué atrevido este Juanjo.

 

Nunca les compré cosas robadas, nunca le permití involucrarme en sus tramoyas, nunca les mentí o les dije sí y después no. Solo les cumplo mi palabra y les hago cumplir la suya. Solo les repito hasta el cansancio que si son tan chorros, tienen que saber cómo y dónde hacer cada cosa. Y si quieren dejar de ser chorros, es lo mismo.

Alguno me pasa el brazo por detrás del hombro y dice mirando al resto yo quiero ser como este gordo guanaco.

 

Viernes, 12:30. Es la hora en que pienso que tengo el mejor trabajo del mundo.

El asado a punto. Todos a sentarse. Veintidós pibes, la cocinera, administrativos, trabajadores sociales, director, vicedirector. Dos mesas largas formando una sola. La familia unita. Llego con las bandejas. La cabecera está ocupada. Popeye. Me mira desafiante. Silencio total.

 

―Hoy me siento yo acá.

Voy a responder, se me adelanta Matías, en la otra cabecera. Tira la silla, se para, cuchillo en mano, golpea el mango contra la mesa, grita, señala con el dedo:

 

―Acá se respeta, gil. Ahí se sienta Juanjo, no vengás a hacer política porque te hacemos tocar. Qué te venís a hacer cartel acá, si sos cogeputo, si vos ni robabas, guacho.

Popeye se levanta como eyectado y se va al segundo piso, donde están los dormitorios. Nadie dice nada.

 

―Dejalo, Matías.

―Qué dejalo, después lo voy a hablar.

 

Aplaudido ensordecedoramente el asador, comido el postre, hecha la digestión al son de la maravillosa sobremesa de cada viernes, procedemos a la recorrida. Sin mayores descontroles transcurre la tarde.

Dos que vienen bajando informan: el ingreso se fugó.

 

Así es. Se fugó con las zapatillas nuevas de Matías, altas llantas compradas con el fruto de su nuevo trabajo de ocho horas. No es el primero, porque ya de antes salía a laburar. Un antes más piola. Costaba menos comprarlas y no había quien te las fisureara.

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