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El muñeco goliardo

 

Un fiebre. Eso era Guillermo ―Memo, para los amigos―, un ferventísimo seguidor del Club Sportivo Cartaginés. A sus veintisiete años había llegado a integrar la cúpula de La Más Fiel, facción aguerrida de la parcialidad brumosa.

 

Como puntual y no buscado hijo de torta, su cómoda vida sin sobresaltos se repartía entre la U y los gustos que se daba con la pródiga mensualidad que el padre, empresario pudiente, les pasaba a él y a su madre para mantenerlos a raya. Estudiante crónico de ingeniería, buen cristiano, incondicional futbolero y habitué de Donde Tencha: así transitaba sus años de juventud.

 

Echarse unas birras después de los partidos Donde Tencha era cita obligada. Promocionado oficialmente como “servicios profesionales” y extraoficialmente como putero, allí, en aquel recinto emblemático de la ciudad, dos hechos afortunados le valieron una doble notoriedad, ventajosa para quien se candidatea al cetro de las tribunas.

 

El primero, bailando perreo con una de las trabajadoras, que una vez le preguntó:

―¿Eso está parado?

 

Él sonrió altanero y contestó, indiferente: vea que no.

―Está grande.

 

El segundo: un muchacho fuereño ―un alfeñique al lado suyo― llevaba un collar con un escudo del Deportivo Saprissa. Memo, bastante borracho, se le acercó para decirle:

―Véndame un kilo de su madre, para hacer arroz con puta.

 

El otro no respondió.

―Mae, quíteselo.

 

Viendo que seguía sin pronunciar palabra, lo agarró del cuello de la camisa y le plantó su puño derecho frente a la cara.

―Quíteselo, o lo pichaceo.

 

Bien entrados los años 90, la paridad cambiaria contribuyó a que el modelo de las barras bravas argentinas echara raíces en el fútbol costarricense. Los manudos copiaban al Boca; los morados, al River. La Más Fiel no copiaba a ningún equipo. Ser brumosos significaba no parecerse a nada ni a nadie; ser únicos.

 

El mito popular del muñeco enterrado, por sí solo, respaldaba el alarde.

 

La historia, tal como la contaba su tío Manuel, era para Memo la mejor versión habida y por haber: que los carajos, después de ganar el campeonato del ‘40, entraron a celebrar a la Basílica, hasta la picha de guaro andaban, y el padre que venía con el equipo, ¿verdad?, porque en ese tiempo todos los equipos tenían un padre, les pidió respeto, respeto y agradecimiento a la Virgencita de los Ángeles, a Diosito, y a los carajos les valió un culo, y diay, que el padre les echó una maldición, un mal augurio: hasta que no se muriera el último de los jugadores, Cartago no iba a ser campeón. Hijuepucha. Pasaron años y años sin ganar la liga, y los carajos de la dirigencia contrataron a una bruja para que hiciera un trabajo de magia negra, vudú, esas pajas. Dicen que la doña enterró un muñeco en el Fello Meza, en el puro campo; volvieron a perder una final, otra final, parece que nunca le pagaron, la doña falleció y la carajada sigue enterrada porque nunca pudieron encontrarla; ahí llevan los cartaguitos su ya ni sé cuánto tiempo, y así se van a quedar hasta que el último se muera o encuentren el muñeco. Sia´tonto.

 

El último de los jugadores del ´40 al fin murió. Al año siguiente, Cartaginés disputó la final con Sport Herediano. Ganó el primer partido 3 a 1. La provincia entera salió a las calles a celebrar por anticipado. Por las redes sociales, Donde Tencha ofrecía amor gratis, en caso de ganar la revancha. En el segundo partido, en casa del Herediano y con un hombre menos, cayó 2 a 0. Llegaron los tiempos suplementarios; el local se puso 3 a 0; sobre el final, Cartaginés alcanzó un milagroso 3 a 1.

 

Llegaron los penales. Perdió por penales.  Ni así logró romper la sequía de setenta y tres años sin títulos. Locales, porque, para hacerle justicia, había ganado un copa de la CONCACAF. Una en setenta y tres años.

 

Diez mil brumosos que vieron y sufrieron la definición por tv en su estadio, esperaron la llegada del equipo para felicitarlo por el subcampeonato obtenido. Entre ellos estaba Memo. De todo aquello participó, muy a regañadientes, hay que decirlo.

 

Él no quería felicitar a nadie. Estaba emputado. Eran unas perras, unos carepicha. Mamar de ese modo. Turbiamente pedía, imploraba a los Cielos, a La Negrita, Virgen de los Ángeles, Patrona de Costa Rica, algo como un cataclismo, una catástrofe natural. Que hubiese muertos.

 

Los Cielos atendieron su plegaria. Actuaron de oficio, aunque no inmediatamente, tan atareados estaban con una ciudad entera (Avellaneda) y alrededor de cuatro millones de personas de un país sudamericano (Argentina) que venían implorando a gritos la más vil y atroz supresión física de los integrantes de su plantel profesional y las peores y más devastadoras enfermedades para sus respectivas familias.

 

Porque Dios aprieta y también ahoga. Transcurridos cinco meses de la malograda final, camino a una fiesta en cierta finca de montaña, Memo paró su 4x4 en una pulpería para comprar cigarrillos. Un deslave, fenómeno que en ese país mata mucha más gente que el fútbol, lo sepultó vivo. Y es que antes de pedir el castigo a los jugadores, el primer impulso fue: tragáme, tierra.

 

Bajo el orden punitivo celestial, la vergüenza y la expiación siempre primarán sobre el odio al prójimo. Además, respecto de los pueblos centroamericanos, el voseo como pretensión de modernidad suele irritar los discutibles fallos.

 

A todo esto, faltos de corazón, los Pinochos hicieron de las suyas. En la previa de la insólita derrota, un alto dirigente del club había aclarado que lo del muñeco era sólo un tema mental y de actitud. Con el resultado puesto, el técnico del equipo había dicho a la prensa: Esto es una buena experiencia. Les aseguro que de ahora en adelante Cartaginés va por el título. Aunque no exista, somos campeones morales.  Los catedráticos, por su parte, escribieron en los semanarios universitarios editoriales del tipo El muñeco que todos llevamos dentro, grandes verdades sociales a las que nadie prestó oídos en el clima de euforia nacional por la holgada, categórica clasificación de la Sele al Mundial.

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