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Y si acaso bien malo ha sido/dale la mano también
(Ismael Rivera, El Nazareno)
Vamos a Portobelo, propuso Spock. Era miércoles, ideal para escapar del turismo ONGil de gallegos culpógenos y demás afrosamaritanos de inflados honorarios. Estaba yo de escala en Panamá por pocos días -motivos laborales - rumbo a La Habana. Al rato, sin mucho preámbulo, enfilábamos para la caribeña cerviz que corcovea hacia el norte.
Su habitual didactismo al volante (si de parajes agrestes se trata) le inspiró a Spock el resumen de una historia de por sí abigarrada. Portobelo había sido el punto más importantes de salida de la Flota de Indias, que embarcaba desde allí el oro y la plata de Perú rumbo a España. Los metales preciosos llegaban en mulas desde el Pacífico a través del Camino Real, antecesor directo del ferrocarril transístmico y del canal interoceánico. También iban por el Camino de Cruces, que tenía un tramo por agua.
La parada obligada en el supermercado Rey - a la entrada de Sabanitas, ya en la provincia de Colón- impuso otros de temas de conversación, menos edificantes. Nos aprovisionamos con deliciosos, estrambóticos comestibles y bebibles importados que personas de ideología progresista (gente como uno) jamás echarán de menos en los supermercados argentinos, y continuamos la marcha por donde la calzada se estrecha entre una maraña de tugurios y maleza coronada por algunos monoblocs intimidantes.
Llegamos a Portobelo bajo nubarrones viscosos que comparecían desde el otro lado de la bahía, y cubrían todo de un matiz plomizo aún más alucinado que el dorado del sol. Las palmas parecían soportes de ese cielo siempre a punto de desfondarse.
A ambos lados de la primera Aduana en terra firma, se conservan las ruinas de los fuertes que durante la Colonia custodiaron los frutos de la expoliación y la rapiña españolas. Parapetados en el de Santiago de la Gloria, en la almena que hace esquina con la orilla verdosa y quieta del agua, la planta - lo dijo Alfonso Reyes - se puso a vivir adentro de nosotros. El dulzor del humo añadía una capa impalpable a los aromas ambiente.
La arborescencia del kenke se ramificaba por nuestros organismos y nos inducía al movimiento. Trescientos metros nos separaban de la Iglesia de San Felipe, sobre cuyo altar se alza doliente la efigie del Cristo Negro, santo patrono popular. Fue breve la visita. Stasis y éxtasis* al contemplar la cara de raza prieta más bella y pura que alguien había cantado en loas (solo al salir recordé quién).
Afuera, los puestos que venden iconografía del Santo Patrono proliferan. Nos acercamos a uno y la mujer que lo atendía quiso que le comprara, a precio de subasta de temporada baja, una reproducción en miniatura del Nazareno. Me causó gracia el muñeco: el original es de ojos saltones, pero aquello era el colmo. No lo acepté ni a un precio irrisorio y emprendimos la retirada.
-Le despreciaste el Cristo Negro.
-Parecía Bart Simpson.
Cuando ya me divertía/y empezaba a vacilar/ no sé de dónde una voz vine a escuchar
¡Oyeló!
Una fuerza me detuvo, un llamado. Me paré en seco frente al busto del puertorriqueño Ismael Rivera, Maelo, el Sonero Mayor, que había transformado al Cristo Negro de Portobelo en el santo de los cantantes salseros, lo cual no es poco en estas latitudes. Los primeros gotones que caían dolían placenteramente.
-Máximo exponente del canto popular caribeño- leí en voz alta.
-Dale que se largó.
La leyenda cuenta que en 1969 Ismael Rivera se dirigía cantar a Colón. A la altura de Sabanitas, un buen amigo panameño lo hizo desviarse a Portobelo, a ver si de un vez el Cristo Negro lo ayudaba con aquella adicción a la heroína que lo tenía a mal traer. Al entrar, Rivera se desplomó sobre sus rodillas y estuvo largo rato en trance.
Salió limpio Maelo al dejar la morada del Milagrero. A cambio, le ofreció una larga penitencia. Volvió cada año, tal como lo prometió. Caminaba desde la capital hasta Portobelo, un tour de force de lo más colorido; se cantaban sus canciones en la procesión, que solía ser la antesala de la mayor festividad popular. Por aquel entonces compuso El Nazareno, que se volvió un clásico. Negrito lindo, lo llamó en una estrofa.
Mientras subíamos por la carretera -el poblado está en una leve hondonada- le pedí a Spock que parara en la banquina de la primera curva para sacar una foto, el sitio ofrece una panorámica de ensueño. Los montes, la vegetación, las dos fortalezas, las barcazas, la aduana, la iglesia, el pueblo, el mar esmeralda. Permite ser aquello que nunca seremos: el anglopirata saqueador, el Pedrarias Ávila maltratador y decapitador de propios y ajenos, el insurrecto y burlón Diablo Congo, el Dios matón y desconsiderado de los blancos, Baba y Dada gunas que dieron vida a tres Madres Tierra sentipensantes. Amos y Señores Hegel-level.
Aunque llovía cada vez más fuerte, pude hacer la foto y me quedé aspirando la fragancia del entorno, hasta que una tromba venida del norte me obligó a entrar. Ya no se veía el camino, ni con el limpiaparabrisas a máxima velocidad. Spock aceleró pero el vehículo, una pick up de grande proporciones, apenas avanzó y se inclinó hacia mi lado. Se había enfangado.
Bajo el palo de agua, la camioneta empezó otra vez a deslizarse levemente, mientras Spock le metía pie al acelerador para salir del atasco. De pronto sentí un golpe en mi puerta y el deslizamiento se detuvo. En la opacidad de la ventanilla reconocí el poste de luz instalado al borde del barranco, arriba del fuerte de Santiago.
-Pará.
Spock siguió pisando a fondo el acelerador.
-Pará, chabón- y le agarré la mano.
Aún cuando el gesto podía parecerle medio puto, entendió que la cosa era grave. Le imploré que bajásemos.
-Esta diluviando.
No podía abrir mi puerta porque algo la trababa. Se lo mostré.
-Bajá por favor.
Bajamos por su puerta, única salida posible. La camioneta estaba ladeada al borde del barranco, sostenida única y frágilmente por el poste de la electricidad. No solo se había atascado, sino que estaba anegada en un principio de deslave, bastante frecuentes en la estación lluviosa.
Lo que ocurrió después no ocurrió así, ni pudo haber ocurrido. De todos modos será puesto por escrito:
Llovía voluptuosamente. Las formas se confundían en un trasfondo de colores esmerilados. Spock se agarraba la cabeza, iba y venía, chapoteaba en el agua que había empezado a acumularse. Bajó al pueblo, volvió seguido de unos lugareños que, manos en la cabeza, se pusieron a descifrar la solución. En caso de que la camioneta rodara y explotara contra el fuerte de Santiago de la Gloria, mi plan de zafarrancho era darme al cimarronaje, conseguir un machete y vivir en el monte de lo que el monte diera, quizá algún atraco menor, mis exequias en la Isla Drake, un destino valeroso y trágico, no exento de aventura.
Autobuses y carros de paso aminoraban la velocidad para ver el operativo de rescate. Spock y los lugareños volvieron a bajar al pueblo, volvieron a subir ahora con una cadena de remolque, apareció un robusto vehículo para socorrernos. Llovía como si nunca más fuera a llover. Intentaron sacar la camioneta hacia adelante, se inclinaba más y más y definitivamente se desplomaría sobre las ruinas (todavía no eran patrimonio de la Humanidad, ¿sería un atenuante?), grité, grité, no no no no no, gesticulé a chorros. Tras una ingeniería colosal y no el reino, el imperio de la solidaridad humana a cielo abierto que soñó Gramsci, lograron sacarla marcha atrás.
Los manes fueron retribuidos generosamente y se fueron dando saltitos de alegría. Cinco o diez pintas por cabeza, miércoles a la tarde, lo que se dice estar parqueado con los frenes.
-Esto pasó porque te burlaste del Cristo Negro-, me reprochó Spock, ofendido.
El pegón, variante popular del kenke - delicioso mix de marihuana, gasolina y tierra mojada- provoca, según dicen, locura temporal. Se enseñorea, casi tan hegelianamente como el paisaje del Caribe centroamericano. Se supone que el suelo, el terruño, en tanto ingrediente, haga lo suyo.
Cualquiera hubiese culpado a la sustancia. Pero no se obró otro milagro, con uno ya era suficiente.
Cuando una situación tenía visos místicos, las recriminaciones de Spock giraban en torno a fundamentos místicos; cuando eran del orden biológico, o físico-natural, por allí iba la cosa. Cuando machistas, machistas; feminista cuando era el asunto requería perspectiva feminista. Qué tipo con amplitud de miras. Solía acompañarlas con un dedo admonitorio, cual puntero. No esta vez, que estaba prendido al volante como si fuese el último madero de un naufragio.
La lluvia amainó, sin asomo de escampar. La cabina empezó a llenarse de un vaho persistente. Se empañaban los vidrios; la sensación de ahogo era intolerable. ¿Habríamos sido conducidos, por vía expedita, al Infierno? ¿Sería aquello lo que los panameños, gente creyente si la hay, llaman pasar páramo, bien que uno de apelotonada frondosidad?
Spock se encogía como un contorsionista, pegaba la cabeza al tablero, porque el vapor se expandía desde los vértices hacia el centro del parabrisas, y solo iba dejando una aureola de visibilidad frente al puesto del conductor.
-¿Y si apagás la calefacción?
*Nota de 2023
La verba que se hizo carne y me “habitó” primero que todas desde el primer día de secundaria en el colegio Nicolás Avellaneda fue Cristo es el camino, Marx es el atajo. Destacaba arriba de un grafiti en la pared exterior del gimnasio, donde se nos dio una escueta bienvenida. Su naturaleza epigramática - hoy lo sé - removió algo en mí; un retortijón espiritual con expresión física.
Imposibilitado para abarcar todos los estímulos en danza, el individuo urbano se ve arrastrado por cierta zozobra cuando en el tándem humano-natural se inmiscuye lo sagrado-pagano. De la tropical morada del Rey de Reyes en Portobelo se entra ateo y se sale, de mínima, agnóstico. Llevo unos veinte años recomendando la experiencia. Si es en día soleado, mejor.
A Diego Armando Armandona
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