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Madre de tíguere

Extracto de Negro Decamerón negro



El ritmo procede por goteo. En su variante antillana, la pródiga erre del castellano asumirá la fonética de la ele, según ocupe una posición intermedia o final en la palabra.

Si me voy a coltar, preguntan.


Dentro del salón dominicano, las peluqueras dominicanas hablan mientras cortan, peinan, tiñen o hacen blower o manicure.

Hablan de tigres. No de los tigres borgeanos que embutían las impostadas preferencias zoológicas de mi juventud hasta disimular el rechazo por el amarillo, “aquel color entrevisto” que yo no podía ni ver, la combinación auriazul o verdeamarela en particular.


Sosos, eran esos tigres de mi propia versión áureo-borgeana. Tigres de la falacia.


Los otros no: del intenso Shere Khan rojo de Disney o el tigre que uno debía sacar de sí, por las aguas del mesopotámico Tigris de la escuela primaria, pasando por los más prosaicos Tigres Gareca y el Club Atlético que ha sido siempre un solo corazón con el Gallo de Morón, hasta el pibe de la canción que de puro trabajador se volvió tigre y no mula de carga ni mulo, o el Pibe de Barracas que a fuerza de dandismo, talento y contumacia llegó a Tigre del Bandoneón, y los spinetteanos tigres en la lluvia de los que un musicante me recomendó fijate que con esto los ves al toque, inclusive.


Aquellos sí eran tigres. Ni qué decir del Tyger de Marcondes (del de Blake no diré nada que otros no hayan dicho). Todos mis tigres.


Pero de esos tigres no hablan ellas, las panteras del templete. Templete en su doble acepción (RAE). Las panteras de este templete de belleza hablan, fiscalizan, comadrean, desaprueban, ensalzan.


A quien haya vivido en el Trópico no debiera extrañarle que en un lugar así, en un momento dado, pueda ocurrir esto: que suene Oscar D´León.


Suena. Viene, además. Pronto.


Ellas se miran y se sonríen y el rictus es peluqueril mientras agitan sus redondeces (en grado sumo).

Viene. Esa convulsión de la entrepierna es ofrenda litúrgica al ilustre visitante, oronda comitiva de cierta bacanal no apta para veganos y flojos (luces caliente, es traviesa tu mente. Mentira, mentira; ¿dónde fuiste, ah?)


Es que hablan de tigres, de sus tigres.Porque: hay tigres y tigres; y tigres y tigres (¿y dónde estás vos?)


Mi ¿tigritud, tigrismo? está en sentir que todos somos maullidos de la misma fiera enjaulada que supo rugir siglos ha. Lo que en términos de la tan de moda biopolítica vendría a ser: enjaulada en diversos cuerpos exiguos, incontinentes (como el de aquel colega al que le habían dicho más de una vez: ¿qué mirás con esa cara de tigre si sos un gato?, porque tal parece que después de la primera vez los pies no alcanzan a contener las ganas de tomártelas y largar todo a la mierda.)


Henos aquí ante un plan sabatino en tres etapas: primera etapa: achicharrarse a pie hasta la peluquería y, tres cuartos de hora después, emprender el regreso peinado al estilo tigre, delicia del coiffeusse actual como no hay dos: misceláneo de salsero, conscripto y matón, con un erguido ribete londinense años ´70. (Muchacho pankeke que al fin logró su corte working class, dime: ¿cuántos títulos alusivos más no habría expectorado Fogwill si en José C. Paz hubiera visto ― ¡y oído! ― a los atronadores Kristo Muerto, punk siniestro que hablaba todo de delincuencia made in Grand Bourg?

Por el pelo de hoy: ¡cuántas gastadas!)


Segunda etapa: anonadarse en la vida urbana, como los indios de Alfonso Reyes. Un irse derramando en la primera aglomeración de gente que nos lo permita, esta cafetería de la que soy un asiduo cliente, por ejemplo. Propagarme en el bálsamo de sancochos y frituras de media mañana, en los balidos altisonantes que dicen apenas algo más que las caras, y este torbellino emocional que me desencadena la chica habitual y su esmerada motricidad de quelonio para atender, para preparar y despachar, ya que no para impacientarse en cuanto, con la mayor amabilidad, se le pidan cosas estrambóticas, dos más de azúcar, por ejemplo.


Tercera etapa: un cuento. El tigre de la fauna literaria, según el maestro dominicano del género. El cuentista tiene que tener un alma de tigre para lanzarse contra el lector.


―¿Bosch, el comunista?― me habían preguntado en el salón.

―¿Contra el lector nomás?―, me había preguntado yo, nomás por preguntar.


Tenía razón Soyinka: un tigre no proclama su tigritud, salta sobre su presa. He aquí mi tigersprung.


“Sí hay, pero no tanto como aquí ― dice la peluquera ―. Ah, claro, como no va a haber, pero no tanto. Esas balaceras que hay acá… No, por lo menos en el pueblo donde yo vivo no hay. Hay barrios peligrosos, delincuentes peligrosos, hay muchos drogadictos también. Y roban también. Uh, hay mucha moda. Usted puede reconocerlos porque ellos usan su flow. Allá algunos usan el pelo con trenzas, así como afro. Los míos son tres, el más grande se fue para Santo Domingo y empezó a hacer cosas malas. Después se casó con una muchacha decente. Amén. Cuando nos equivocamos tenemos que saber humillarnos, y él escuchó el llamado de Jesucristo en su corazón. Después de lo que pasé ahora vigilo al más chico, está en una edad peligrosa, cree que todo lo que hace está bien. Le gusta cortar el pelo. Yo le dije que hiciera el curso, porque es un oficio: él ya le está cortando a gente del barrio. Amén. Mi esposo se preocupa porque él está en edad de tener novia y todavía nada, y se pasa el día cortando el pelo a los vagos, viera qué figuras más bonitas: les hace estrellas, líneas, hasta la forma de una pistola le hizo a uno hace poco. Me mandó las fotos, mire. Yo lo veo normal, cosas de chicos, pero mi esposo dice si no nos habrá salido amaricado. No, amén. Si el va a la iglesia y todo, va con mi hija la del medio, que me salió seriecita: estudiosa y casera. Y mire que las muchachas allá no son bobas, ¿eh? El mayor fue el que me dio más problemas. Como a los dieciocho se hizo tíguere, se metió en una pandilla y andaba de maleante. Él se iba para la ciudad todos los días y volvía a cualquier hora, cuando volvía. Andaba perdido vaya a saber dónde y con quién. A veces pasaban los días y yo sin saber nada, ni un llamado ni nada. Yo lloraba y no podía dormir y mi esposo decía que no me preocupara, que si nos lo mataban teníamos otro: a los maricones nadie los mataba. Amén, decía yo, Dios me los guarde. Un día apareció pálido, y mire que me salieron prietos los tres. Me dijo que estuvo en una balacera y que no quería seguir con esa vida loca, no quiero guinda lo tenis. Me pidió ayuda y lo llevé a la iglesia. Amén. El Señor siempre tiene un lugar para los que se arrepienten. El murió por nosotros”.


―¿Todas las cosas que se pierden las tiene en un bolso, Dios?


Pagué y salí.



A la memoria de Luis Alberto Spinetta



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