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Gordo, lo que se dice gordo, no era. Grueso, corpulento, altísimo sí: el turbante que envolvía sus dreadlocks le daba estatura ciclópea. Espaldón y barrigón y nalgón. Contra el dicho popular jamaiquino rastaman a lion, era un híbrido imponente de búfalo, gorila y hombre originario africano. Cuando nos cruzábamos por el predio de su hospedaje, yo le hacía el chiste argentino aquel de ¿lo conocés a Marcelo?
Una sola vez pisó el palito:
-¿Qué Marcelo?
-Agachate y conocélo.
Bobo shanti – Marcelo, o gordo, a esa altura - se reía cavernosamente, echando su empinada cabeza hacia atrás. Jueputa, decía.
Esto al final. Al principio, apenas el puntual respect y gestos acordes a la adustez rastafari, moneda corriente en cualquier esquina de Cahuita.
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Ubicada en la provincia de Limón, en la orilla sur del caribe costarricense, todo aparentaba estar intocado en Cahuita, o por lo menos intocado desde que los trabajadores westindians empezaron a poblar aquel paraje exuberante. Tortugueros anglófonos fueron los primeros afrocaribeños en establecerse allí, que por entonces no era más que un puñado de campamentos de pesca. Después, oleadas de población negra llegarían de las Antillas a trabajar en la construcción del ferrocarril, la mayoría desde Jamaica.
Cahuita mantendría el ambiente de pequeño pueblo pesquero - calles de tierra, construcciones de madera, laxa delimitación en la propiedad de la tierra -, potenciado por el parque nacional de edénicas playas, "creado" bajo el oportuno concepto de desarrollo comunal sostenible.
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Nuestro lugar en ese micromundo eran las cabinas Bobo Shanti. Bandera etíope en garra a contrapié, un león con facciones antropomorfas y cuerpo de dragón de Komodo ornamentaba la fachada. El hospedaje se levantaba en un terreno angosto y alargado; la edificación destinada a los huéspedes estaba a mano derecha y al fondo, en una estructura aparte, la precaria vivienda de los anfitriones. Cada habitáculo tenia colores verdes, amarillos y rojos, y en la puerta, recortes de páginas fotocopiadas de Mi vida y el progreso de Etiopía, la autobiografía del emperador Haile Selassie.
De hábitos noctámbulos, durante el día Bobo Shanti - el dueño, que todavía no era Marcelo - no salía de sus desaliñados aposentos. Su esposa neoyorquina, mujer rechoncha y blanquísima de ojos celestes, recibía a los visitantes sin perder de vista a un mulatico en pañales que parecía seguir los pasos indóciles del padre.
Al atardecer, cuando volvíamos de las playas del parque nacional, Bobo Shanti aparecía en escena, la camiseta de los Lakers sobre su porte descomunal de piel retinta, y se juntaba con otros bobo shantis rastamalandras frente a su oficina, primer cubículo del parador, donde además de administrar el hostal despachaba una marihuana potentísima. Entre ellos hablaban mekatelyu, el creole limonense, con algo de rastatalk, y fumaban unos tronchos voluminosos, escuálidos al lado de los puros de la media nacional.
A esas horas sonaba un reggae que no era el roots que escuchamos los blanquitos pequebú, muy playero o porrero o proletario que nos parezca. Vociferando un raggamuffin barriobajero, lumpenización del dancehall hijo del reggae, Sizzla atronaba con su prédica Bobo Ashanti (guerreros negros), voz rugiente de la orden más recalcitrante que dio el rastafarismo: turbantes, veganismo, ayuno, marihuana ritual, tambores, apego a las sagradas escrituras, observancia del Sabbath, etc.
Por alguna razón, acaso extramundana, siempre nos tocaba la cabina con retratos infantiles de Haile Selassie. Encerrarse a dormir o a lo que fuera, al compás de Sizzla, en un cuarto con perturbadores recortes de aquel niño afroasiático de nariz respingada, desataba un mood de seres y cosas galvanizados por impulsos arcaicos, extrañamiento alucinado presto a visitaciones paganas.
Bien entrada la noche, se movía el avispero. Llegaban autos y se iban. Lo verdaderamente difícil era salir a saciar la monchis (léase bajón en buen argentino) resultado de la intoxicación psicotrópica. Había solo una pulpería abierta en el pueblo, y para llegar ahí había un solo lugar por donde pasar y ese pasadizo estrecho era por entre el cónclave boboshanti, cuya escalofriante parquedad britanizada me suscitaba metrallas de respect y reverencias exageradas, que podían prestarse al malentendido.
(Dormirse tenía lo suyo: con sus variaciones, solía soñar que, ya no león ni búfalo ni gorila, Bobo Shanti era un elefante y todo en el era una trompa-verga espesa - incluso el cráneo era un glande oblongo - que irrumpía en los cuartos y ensartaba a todos los huéspedes por atriqui y los, nos ofrecía en un banquete animal donde hasta los hervíboros nos comían con resentida fruición. Los más rellenitos llevábamos la peor parte)
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Un día de lluvia coincidimos en la cocina. Allí los huéspedes podían, tras ingentes cuidados en materia de higiene, prepararse algo. El mate fue el tema central. Versado en combustiones, Bobo Shanti sabía, al revés de muchos de sus paisanos, que eso era una infusión y no se fumaba.
La conversación ganó en calidez, se volvió familiar. Aprovechamos para preguntarle por su nombre, ya que le veníamos diciendo Bobo Shanti hacía años. La voz habló desde el origen de los nombres.
-Marcelo.
Lo dijo con un candor de wila, de niño gigante. Estiré la mano y le pellizqué la mejilla, lo que la tupida barba crespa no llegaba a cubrir, más bien. Marcelo metió la carota entre los hombros y sonrió. Noté que se había sonrojado, pero sin colorearse.
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El final fue con Marcelo en el tabo, vale decir, en cana. Llegamos temprano un sábado y al frente de las cabinas nos encontramos con alguien que se presentó como su hermana. Escuetamente y con cierto tecnicismo, nos contó que, por circunstancias de la vida, estaba pagando su deuda con la sociedad.
En tanto sujeto social, mi deuda con él era infinita, ¿cómo podía pagarsela? Cada vez que me veía llegar, venía hasta la entrada triturando unos cogollos de tonos aguamarina entre sus dedos amorcillados y decía, arrastrando la erre: no te creo, mae.
¿Cómo retribuirles, a Marcelo y por supuesto al entorno, las mejores dadas vueltas, los mejores polvos, las más suculentas, exquisitas guanábanas que caían de los arboles para merendar luego de caminatas por la selva, las más largas jornadas de natación, los mayores julepes con los ojitos de cocodrilos asomados en los arroyos, el vozarrón de los monos aulladores y las tropelías de los capuchinos? ¿Qué podría dar yo a cambio de aquellos mediodías de sol en Punta Cahuita en los que el mar en retirada, la rompiente a quinientos metros, invitaba a ir a buscar poemas nuevos como Alfonsina?
Quizá estas líneas puedan ser leídas como expresión de gratitud, pues así fueron escritas.
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