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Cesáreas

Extracto de Lo que hay que ver. Apuntes de cine



Cuando la cámara se prende, esos pibes se apagan. Palabras de César González, oriundo de la villa Carlos Gardel, ex presidiario, poeta y ensayista y pibe chorro con plomo en su cuerpo que cita apellidos eminentes - Arlt, Foucault, Adorno, Nietzsche, Marx, Girondo- como espoletas de un pensamiento torpedero, abisal. El amor de nuestros tiempos necesita más cólera, encausarlo hacia la destrucción de la desigualdad material en el mundo, dice en la mejor entrevista que he leído en años.



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A pedido de su máxima autoridad, en 2014 reuní para el Instituto Cubano del Libro algunas notas e impresiones sobre una veintena de películas que creía, y aún creo, síntesis muy parcial de la historia de cierto cine con preocupaciones plásticas, dramatúrgicas, y también sonoras. Estéticas, por decirlo pretenciosamente.


En alguna de sus malogradas páginas, recordaba haber visto El odio (Mathiew Kazzotivz) junto a un grupo de jóvenes en conflicto con Ley Penal, o pibes chorros. La daban en una retrospectiva, en la sala Lugones. Aquella jornada de cine resultó accidentadísima: a la ida, los paquitos casi nos tiran del tren por un incidente en el furgón. A la vuelta, la policía casi nos lleva presos por tomar una gaseosa en el Obelisco. Ese grupo de muchachones entre dieciocho y veintiún años, que variaba en número según las circunstancias personales e institucionales, venía participando sostenidamente en ciclos de actividades externas a mi cargo.


Entre esas actividades, cierto día de abril asistimos a las proyección de Estrellas, largometraje programado en la edición anual del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (BAFICI). El nudo del documental - porque se trataba de un documental - era la agencia de actores de un asentamiento de la ciudad, especializados en "portación de cara" (cito de memoria). Gente de la Villa 21 de Barracas que participó en Tumberos, Pizza, Birra y Faso, etc, que quería actuar y representar papeles de villero, basada en el mas que razonable supuesto de que para de hacer de negro hay que contratar negros, por que los rubios hacen mal de chorros, prostitutas y mucamas.


Se me ocurrió que a los pibes que participaban de mi pretencioso y ¿estetizante? “ciclo de cine” podía resultarles entretenida. Fui con cinco de ellos un viernes a la noche al monono Village Recoleta.


A sala repleta, con la proyección a punto de empezar, entramos. Mientras bajábamos las escaleras frente a la mirada fascinada del público presente., un joven de puntual look cinéfilo nos señaló y dijo:


-Estos son actores de la película.


Lo terrible, lo desolador fue que esa era percepción general. Apenas ocupamos nuestras butacas, todo el mundo coincidió: éramos actores de la película. Sentados en la codiciada primera fila que la organización del festival nos había destinado al enterarse de que las entradas eran para pibes que “se están rehabilitando”, ¿podía ser de otro modo? Alguien se paró, comenzó tímidamente a aplaudir mirando hacia donde estábamos; alguien lo siguió, hasta que el inicio de la función arrojó una oscuridad salvadora.


Al final de la película llego el clímax. Salimos al hall entre destellos de luz que al principio atribuí a mis desgastados ojos.


-Qué onda con estos gatos que me sacan fotos-, me dijo entre dientes El Flequi de Lomas, que debía su apodo al corte de pelo más manifiestamente chorro del momento, cabeza totalmente rapada y un bigotín teñido en la frente.


No habían aparecido en pantalla, pero algún vinculo con la obra debían tener. Los flashes nos hicieron amucharnos en un circulo espontaneo. Sí, qué onda, decían los demás.


Entendí que si le confirmaba a los pibes aquello que intuían, la actividad podía no tener un final feliz. Momento de echar mano de una "herramienta de intervención".


-Serán ortivas de civil que te buscan por pirata del asfalto, por ser de la banda de Cacho la Garza-, especulé.


-Cacho-la-agarra sos vos, arrastravieja-, acotó desde atrás otro que le hacía a una chica el ademán, tan difundido en esos años, del pulgar e índice en el mentón, la “v” pistolera.


-El choto me agarraste, pedazo de gil.


-Vos te sentís zarpado porque a estas guachas no les gustás. Yo sí.


-Callate boliviano que allá en la costa te dijeron que le habías robado la cara a… ¿a quién era?


-Al cuco. ¿Arrancamos?-, propuse como medida preventiva.


-Eh, aguantá que no soy patrullero.


Un chau desde la calle, suficiente para que salieran disparados.



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Muchos, banda de años después reincido en aquellas notas. Échesele la culpa a Jacobin América Latina y su entrevista a César González, el César de la Gardel, que se recontracagó a tiros con la gorra, que en la reclusión leyó filosofía, sociología, estética, poesía, que entendió por qué hacía lo que hacía. Y por qué otros hacen lo que hacen (cine cómodo, espejo de clase, por ejemplo):


En Argentina es muy notorio que la imagen cinematográfica y audiovisual está impregnada de clasismo. Eso explica que la puesta en escena sea reiterativa, onomatopéyica, un punto de vista que observa desde un supuesto lugar de superioridad existencial.


Se va a filmar una villa, pero no se filma siquiera lo verosímil, todo se reduce a generar imágenes que actualicen y robustezcan todos los prejuicios preexistentes. Hay proyección y transferencia de los propios monstruos del pequeño burgués hacia el villero. Transfiere sus fantasmas de violación, de asesinatos, de perversidad. No se filma lo que es, sino lo que hay en el imaginario social. Y esas imágenes falsas ni siquiera son formalizadas corriendo algún tipo de riesgo artístico. Por eso tanta cantidad de películas y series donde la puesta en escena es idéntica.


Creo que ambas cuestiones son el reverso de un mismo problema: romantizar o estigmatizar, a fin de cuentas, es borrar la subjetividad de las personas. Y una subjetividad tiene como motor la contradicción.


No sabría ubicar bien el origen de esa visión en el cine nacional. Sí tengo en claro que yo crecí viendo representaciones casi siempre bizarras sobre el mundo villero en el cine y la televisión. Tenía naturalizado que el lugar donde vivo era un campo de experimentación para cualquier persona de clase media y alta que se le ocurriera venir a filmar algo, una fuente inagotable de contenidos policiales, de producción y fortalecimiento de precarias mitologías.



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Astrólogo que previó este manual, decía de Marx la enorme Josefina Ludmer, a propósito de El cuerpo del delito. El delito como rama de la producción capitalista y el criminal como productor, consustancial a ella. Ludmer cita en extenso su iluminador pasaje de ¡1863! (Historia crítica de Teoría la plusvalía). Algo mas o menos así: como el filósofo ideas, y el poeta versos, el criminal produce. ¿Qué produce? Crímenes. Pero también leyes, los profesores que las enseñan, los libracos que las contienen, jueces, fiscales, policías (líneas de negocios las llama, Marx), muchas categorías de la división social de trabajo. Impresiones, produce también. Morales y trágicas. Prestando "servicios" al suscitar los sentimientos morales y estéticos del público. No solo produce manuales de derecho, sino también arte.


Hay poesía después de Auschwitz, asegura César González. Estos versos suyos de Opacos colores sostienen tal convicción:


Todo odio

todo es desesperanza infinita

resentimiento cruel y fiel

planificaba

llenar de plomo algún cráneo de la clase media


Aquel día del BAFICI –y otros más- comprobé que Buenos Aires se ahonda no ya abismos sociales, sino que contiene diferentes mundos en un sentido orsonwelliano, es decir, planetas, satélites, astros que se asedian mutuamente, donde la gente va viviendo como puede: unos roban con fierro, otros roban, también, pero con una cámara, o con el discurso, la parla intelectualizada, sosa, zanguanga.


Cuál es la diferencia.


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