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Tres palabras

Perro Ledesma

A mis amigos emplumados, los más fotogénicos pour la Federal

Perentoria, urgente, inaplazable, la expresión que haya muertos puede sonar de pésimo gusto en medio de la delicada situación que atraviesa la Humanidad. Máxime cuando el contexto geográfico donde se originó, y la emoción que precipitó la disposición sintáctica de esas tres palabras, estaban lejos de corresponderse con una hecatombe de escala planetaria como la actual. Al contrario, más de uno - ¿la mitad más uno?, polemizo - saltaba en una pata.


De aquel hito ocurrido hace veinte años, y de aquella manifestación de fatal deseo, trata de dar cuenta este breve opúsculo.


El incidente giró alrededor de un acontecimiento deportivo. Futbolístico, más precisamente. No de un partido de fútbol, sino de tres. Durante el verano del 2000, River perdió tres clásicos seguidos frente a Boca y Ramón “El Pelado” Díaz, director técnico y referente absoluto de la masa riverplatense, renunció o fue invitado a ello. Díaz había asumido su cargo promediando el año 1995 y bajo su conducción el primer equipo de River ganó todo: cuatro títulos locales, una Copa Libertadores y una Supercopa. A dos días de iniciar el torneo oficial, aparentemente sin mediar conflicto, dio un paso al costado.


No importan aquí los detalles del suceso en sí; es indiferente si fue por haber perdido el último partido contra un equipo de juveniles, o si Díaz renunció o lo echaron. Mejor dicho: importan en tanto y en cuanto ilustran un hecho que marcó la verba juvenil, trascendiendo los límites barriales bonaerenses.


Ocurrió así:


A principios de febrero de aquel año, coincidí con dos grandes amigos de Hurlingham – llamémoslos por sus iniciales M y D - en Costa Rica. Acababa yo de recibir el nuevo milenio en La Habana, luego de haber recorrido la isla de punta a punta en un periplo de lo más edificante. Tras un accidentado viaje en ómnibus desde Panamá, llegué a casa de M, que se había mudado a San José en 1999. D viajó desde Buenos Aires.


Los tres atravesábamos realidades inmediatas bien diversas. Diversas, y diré cambiantes. El anfitrión en particular, que había optado por esa forma de autoexilio que no se da por obstáculos e imposibilidades en la propia tierra, sino por la búsqueda de enriquecimiento espiritual, por ansia de experiencias vitales fronteras afuera. Búsqueda, es la palabra: M llevaba rato en una intensa búsqueda personal, solo que su objeto parecía revelársele más esquivo o difuso que al resto, y su búsqueda sufría bruscos sobresaltos en períodos de tiempo relativamente cortos. Por ejemplo, nuestra relación, por demás estrecha, me permitió contabilizarle estas aficiones/inclinaciones en el transcurso de un año y dos países: pentatlonista, insaciable casanova noctámbulo, futbolista semiprofesional suplente, galán vespertino de quinceañeras, ecomilitante, reivindicador de la virginidad premarital, literato, bebedor antidroga empedernido, hare krishna recitador del Bagavat Gita. Todas vividas con frenesí y a un nivel de radicalidad que cualquiera en su sano juicio calificaría de fundamentalista. Aficiones/inclinaciones consecutivas y también simultáneas, avanzando lo mismo en poderosa sinergia –incluso retroactiva- como a las patadas.


Asesorados por M, devenido profesional del sector turístico local, armamos un itinerario exhaustivo que en una semana nos permitiera conocer las costas del Caribe y del Pacífico y algún volcán. Para maximizar el tiempo, alquilamos una camioneta Cherokee, que en aquel entonces – y hoy también - era para mí como viajar en el Enteprisse.


Empezamos por Puerto Viejo, casi en la frontera sur, en la provincia caribeña de Limón. Veinte años atrás, ese pintoresco pueblito costeño ya era conocido como “la Ibiza del Caribe”. Con las pasiones a flor de piel, M se mostró irritado, porque la noche “estaba llena de porreros” y no “se podía encarar”: las mujeres, en su mayoría europeas, venía razonablemente en busca de carnes prietas. No le daban ni la hora.


Irritado durante la noche, la luz del día no lo trataba mejor: desde que llegamos, había quedado resentido por perder un duelo futbolístico playero contra un equipo de lugareños que se autodenominaban “Brasil”. Según él, a D y a mí nos habían faltado “huevos para ganarlo”. Para colmo, en cada ocasión, cada rincón, cada superficie que lo permitiera – arena, pasto, cemento, baldosa, ladrillo - D agarraba la redonda y con sonrisita ladeada, lo convidaba a un mano a mano. El objetivo era demostrarle a M que el haberse reinventado allí como delantero había sido un error garrafal, y que siendo él quien lo había descubierto como zaguero central, era en esa posición donde debía explotar sus potencialidades.


-Soy un atorrante, una sabandija-, le decía cuando lo pasaba con pelota dominada, circunstancia harto frecuente.


M echaba espuma por la boca: a éste lo voy a matar, murmuraba; definitivamente su afán místico-orientalista no congeniaba con el deportivo. Y es que a pesar de sus maneras tan personales de vivirlo en la práctica, había algo del fútbol que los unía indisolublemente, algo superador de toda diferencia: ser hinchas de River. Fanáticos. Y en los temas devocionales, eran unánimes (Como aquella noche en un bar de San José donde me rodearon seis barras de Saprissa para defenestrar a Maradona y ellos dos me desautorizaron con un es un gordo hijo de puta)


Cuestión que aquella fatídica mañana de febrero partimos hacia el volcán Arenal, en el centro-norte del país. Era martes. M al volante, D copiloto, yo atrás. Sin internet en el móvil - ¡sin móvil! - ni whatsapp ni redes sociales, D le pidió a M que parara. Quería llamar por teléfono para saber cómo había salido River. El muy eficiente ICE costarricense tenía, y creo que aún tiene, teléfonos públicos hasta dentro de los parques nacionales.


Paramos sobre la mano derecha, junto la curva que hace la playa principal a la salida de Puerto Viejo. El día era claro, el mar verde esmeralda se mecía en ondas suaves. Las palmeras apenas se movían. Pleno verano, o estación seca. Hacía calor, ese que solo se siente ahí.


D bajó y marcó. Hablaba, le veíamos el perfil. La conversación se extendía más de lo esperado. Qué habrá pasado, me preguntó M. Me encogí de hombros. D nos dio la espalda. Iba formándosele una creciente aureola de transpiración; nada nuevo, todas sus prendas parecían desarrollar esa pátina en climas estivales. Lo que nos preocupó fue que de pronto empezó a golpear la carcasa con el puño. Una y otra vez. Chau, dijimos. Que pasó: algún problema familiar. Golpeaba sin cesar. Le gritábamos por las ventanillas: que pasó, boludo.


Colgó. Vino caminando hacia el auto. La mirada clavada en el piso, todo en él era aflicción. De la cintura para arriba, parecía haberse duchado, aunque sin desvestirse. El boludo dio paso al chabón. Que pasó, chabón; qué pasó.


Entró y cerró de un portazo. Se miraron. M alarmado, los ojos abiertos; D. chorreando sudor por la cara, los ojos entrecerrados. Nunca, mientras viva, olvidaré esa imagen refulgente enmarcada en el parabrisas: los dos perfiles, el mar, las palmeras, el cielo ardido.


-Hablá-, insistió M.


D se pasó la mano por la cara empapada. Le temblaban los labios.


-Echaron a Ramón.

-¿Eh?

-Que haya muertos.




Acotación sociolingüística:


Sucesos contemporáneos de envergadura internacional no pudieron superar el altísimo poder expresivo del que haya muertos; ni siquiera el ruego de lluvia de aviones que inmortalizara Osama Bin Laden, ni su variante sudamericana, comando aeronaval Herbert Vianna.


Justipreciados los atributos del sujeto enunciador y el insólito contexto de enunciación, creo que aquel enunciado fue nutrido por un entorno barrial favorable. Poco después, ante situaciones adversas de cualquier índole (futbolísticas sobre todo), de las jóvenes bocas solía aflorar aquella frase y la opresiva sed de revancha contenida en ella, freudiana pulsión de muerte, la de retrotraer lo vivo a estado inorgánico.



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