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El hielo de la era

Mastín Taparrosca


Es como ganar un Mundial, dijo Alejandro Vigil, «el Messi del vino», tras obtener la máxima puntuación en la influyente revista especializada Wine Advocate. Habían pasado escasos dos días de la eliminación a manos de Francia; imbuido de cierta sensibilidad social a la que incluso un enólogo debe atender, pensó que la metáfora futbolística sintetizaría el alcance del galardón, funcionando también como paliativo, como premio consuelo. Dialécticamente, se confesó feliz y triste. Y dejó en claro su credo: no pensamos en que le guste a alguien. Buscamos hacer ´vinos de terroir'.


Penosísima como fue, poco queda para decir de esta refundación mítica de la selección nacional excepto que, de nuevo, se nos hizo cuento. No obstante el bochorno, aún se dan coincidencias que permitirían trazar parentezcos y/o filiaciones entre las aristas de nuestro magullado orgullo de «Argentina potencia». Encuentro una, al voleo: el corso a contramano bajo la batuta del avinagrado trivarietal Sampaoli-Messi-Mascherano tampoco pensó en gustarle a nadie (Ni se diga de ganar, ni de golear). Sin prisa pero sin pausa -digno de gohetianas estrellas -, sin ideas ni hambre ni amor propio, procuraron hacer fútbol de terror. Una insospechada, y en apariencia inocua forma de terrorismo de estado, blando y a la vez duro, siguiendo al campeón Vigil.


En el sinfín de interrogaciones sobre el -años ha- árbol caído, nadie, que yo sepa, se planteó lo siguiente. ¿Podía aspirar a algo un equipo cuyo estímulo musical, cuya banda sonora era, vox populi, el grupo de rock Callejeros? Difícilmente haya un arte menos «aurático-bejaminiano», o para esquivar el cultismo, menos provisto de «pasta de campeón» que ese, por muchas tintas esotericoteras (esotérica+ricotera) que músicos y público se desgañiten en cargarle. El caso límite de la paradoja vendría a ser el himno de coyuntura, Imposible: Que no se quede mi pueblo dormido/ que ya no me engañen más ni jueguen conmigo.


Pan a cincuenta pesos el kilo y wine shops, para el gran pueblo argentino salu-ud.


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Acaso porque la Champions League no era sinónimo del mundo, en otros tiempos se dejaba oír en las canchas argentinas el rotundo olé olé/ olé olé olá/ para ser grande hay que se campeón mundial. Provenía de la época en que los clubes sudamericanos le jugaban de igual a igual a la Juventus, al Liverpool o al «Real de Madrid». Nadie decía, a riesgo de parecer un consumado idiota, que fulano al menos era campeón de Europa, que mengano no se había coronado en América, que sultano detentaba tal o cuál récord. Salvo excepciones muy honrosas -Cruyff y alguno más- para ser grande de verdad había que levantar la cabezona nervuda, no la orejona.


Aquellos que vivimos ese fulminante tránsito del fútbol-deporte de masas en los estadios al fútbol-espectáculo global por televisión o internet, solemos quedar, por así decirlo, en un invariable orsai. Nos afanamos por encontrar lo que nos afanaron, lo que no hay ni habrá, ya. Como una forma de senilidad futbolera en un contexto donde la discusión pasa por quién hizo más goles, quién de tiro libre, quién marró o no un penal. Quién, no qué equipo. El desempeño individual, acicateado por la artillería visual multiforme, acaba siendo la validación del conjunto.


Con todo, los «mejores del mundo» se vuelven a casa al promediar el torneo. En las instancias definitorias, les alcanza con jugar escondidillas al trotecito o ensayar ilimitadas bicicletas frontales que, esta visto, no atraviesan la materia rioplatense.


Pese a la rivalidad acerba, un hecho palmario los reconcilia. Son mirones. Otean. Escrudiñan. Arriba y abajo. En las pantallas gigantes, su propia imagen ególatra. En el verde césped, la imagen lastimera de sí que les devuelve la tribuna. Pechos fríos, les llaman.


Uno de los padres de la semiótica moderna, Charles Pierce - proveedor de tantas jaquecas durante el ciclo básico de la UBA- sostenía que los signos, según se relacionen con el objeto, podían clasificarse en ícono, índice y símbolo. El índice, a mitad de camino entre la estricta semejanza y la mera convención social, tiene una relación de continuidad y de, por qué no, contigüidad con su objeto: rayo-tormenta, humo-fuego, huellas-pies, etc. Así, el jocoso mote «pechofrío» remitiría no al sólido estado característico del hielo, sino a uno anterior, el líquido, el agua que sin asomo de duda le corre por las venas a estos astrolábiles muchachones.


La prensa española asegura que después de los partidos, a fin de recuperarse físicamente, Cristiano Ronaldo se somete a un tratamiento con temperaturas extremas; crioterapia a cien grados bajo cero o más. Es lícito especular que a Messi, tanto como a sus compañeros, les basta con meterse en el vestuario. El glaciar se produce en el destemplado rendezvous, se configura a partir de la simbiótica concurrencia de cada eslabón frappé en la cadena futbolística de frio.




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