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Y cuando llega Fidel, papá

  • Perro Ledesma
  • 25 nov 2017
  • 6 Min. de lectura

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Aunque en otro orden y forma interrogativa, Martín G. − del diario argentino Pagina 12− usó estas palabras para titular un emotivo artículo a propósito de la muerte de Fidel Castro Ruz. El contenido era de un tono aún más conmovido que el de la prensa local. Partía de esa pregunta que se supone oyó en la despedida y el traslado de los restos mortales del Comandante en Jefe. Una niña, o un niño, lo decía: papá, ¿y cuándo viene Fidel?. Supe de este escrito no por el matutino, sino por la detallada transmisión del cortejo que hizo la televisión cubana. Apareció y reapareció citado en diferentes oportunidades.


La necesidad de oxigenar un rato la mollera me condujo a este razonamiento tripartito: a) Martín G. vino al Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, llegó unos días antes para tomárselos libres y la noticia lo sorprendió aquí; b) Martín G. estaba de vacaciones con una crónica bajo el brazo, Cuba es favorable al oído atento, de progres y de no progres; c) Martin G. fue enviado expresamente por la relevancia del acontecimiento.


Había entonces un sistema de diferenciación mínimo (taras que a uno le deja la filosofía social) ¿Qué unidad o unicidad subyacía tras estos hechos de naturaleza conjetural? Lo que hubiesen sentido otros − sana o insana envidia de presenciar tamaña coyuntura histórica −, no podía ser. La noticia me llegó mientras Aterciopelados tocaba y Todos Tus Muertos entraba al país a un austero evento musical que coordino y me ha granjeado la voluble reputación de chepibe o "mandadero del estalinismo".


Tras darle unas vueltas, llegué a esta conclusión: a Martín G. le pagan por escribir eso, sea cual fuere su modalidad de viaje.


Recibí la noticia de la muerte de Fidel Castro en la aduana del aeropuerto internacional José Martí. La aduana, la aduana. Verde olivo y caras de pocos amigos. Charlaba con Fidel Nadal, cantante original de la legendaria banda afropunk, reunida por sus 30 años de carrera. Hablábamos de Independiente, un tema que nos convoca y nos duele. Es decir: hablaba de unos muertos bárbaros (nuestros jugadores) con el cantante de Todos Tus Muertos (que a los 50 se lo ve bárbaro) cuyo nombre es un homenaje de su padre revolucionario africano al líder revolucionario a esa hora muerto, también conocido de manera familiar o peyorativa como “El Bárbaro”. Fidel (Nadal) fue, además, la primera persona a quien le comuniqué la novedad.


A todo esto, a unos treinta kilómetros, Aterciopelados tocaba a sala llena y una persona de nombre Fidel (Díaz) subía al escenario a anunciar el penoso suceso y la consecuente suspensión del concierto.


No hubo después quien no me preguntara por "la reacción de la gente". Debo decir que durante un buen rato no vi cubanos, a no ser trabajadores aeroportuarios. En la aduana, ese sitio tan sujeto a las intermitencias del humor y de la climatización, no vi a nadie elevar los brazos al cielo ni largarse a llorar. Solo algunas sonrisas desconfiadas −"es otra bola"−, sospecho que propias del rubro aduaneril; típicas de la profesión, digamos.


El ambiente de esa noche interminable requeriría un ejercicio prosístico que excede mis aptitudes narratológicas. La fatalidad de la vida, y del fin de la vida, y de semejante vida, porfiaba en doblarnos de la espalda como una maciza verdad incontestable. A mí la amargura, el abatimiento, sumados al cansancio de una semana de gira por cuatro provincias, me tenían encorvado, arrastrando los pies. No era ciertamente hora para flojos y apocados. Había que hacerse fuerte, irse a dormir equivalía a entrar en la práctica nada saludable de comerse el coco. Al fin y al cabo, además de la fatal pérdida, yo le había dedicado un año y medio (calendario) de trabajo a que Aterciopelados y Todos Tus Muertos pisaran Cuba por primera vez.


Aire, aire. Decidimos ir a tomar algo al malecón. Fidel Nadal, yo, y un gran amigo argentino presente para la ocasión.


Había oído yo ciertas críticas hacia la persona de Fidel −Nadal digo−, fundamentalmente por el desarrollo de su carrera solista, de la que hasta ese entonces no identificaba siquiera un tema. Mucho de esa insoportable metáfora automovilística de ahora: derrapó. En un momento, entre los varios comentarios que Fidel Nadal hizo − acertados todos− observó que éramos tres hombres solos sentados conversando y bebiendo y que sin embargo habría gente pensando que estábamos sacándole punta a la garcha, lo cual sí hacían o estaban en vías de hacer otros integrantes del staff, que aprovecharon que la policía sacaba a todo el mundo de las discotecas de la zona, muy turística ella, y que enseguida se volvió una descocada feria de carnes al mayoreo.

Su argumento prosiguió, generoso en escenas explícitas no ocurridas ni por ocurrir, y ya no pude contenerme. Había dedicado el festival a grandes voces femeninas, y a mucha honra. Pero a esas alturas yo tenía el conurbano bonaerense a flor de piel y se me escapó aquel ademán de cuño arrabalero, la mímica a dos manos de una fellatio a dos bocas, coronado por el rictus displicente − la cabeza ladeada, la vista como en otra cosa − del Bandoneón Mayor de Buenos Aires, Aníbal Troilo, Pichuco.


−Flashean con que estás cogiéndote dos minas al mismo tiempo, y en realidad estás solo, re duro en tu cuarto, y no sabés que hacer. A mí me pasaba, de ponerme a sacar remeras, doblarlas y volverlas a guardar −dijo.

La pulcritud, la asepsia del gesto fueron dignos de Buster Keaton. Brillante. No me lo olvido más.


Después de un rato la policía vino a desalojar el malecón de parejitas y trasnochados. Sentí que esa fase final del periplo clamaba por un acceso de autoflagelación. Como fan acérrimo de Todos Tus Muertos (hasta Nena de Hiroshima), ¿qué habría de resultar más doloroso? La lista. Las canciones que hubiesen tocado y no tocarían. Le rogué entonces que, una por una, me las fuera enumerando. Caían los nombres, algunos muy importantes en mi vida (Incomunicado, Sé que no, Terror al cambio), mientras iba celebrando una tras otra con las manos en la cabeza y el ulular de Francella, cómico que aborrezco, en el recordado programa costumbrista De carne somos: uh-uh-uuuhhhh. Igual que un chico, pregunté entre saltitos:

−¿El Chupadero?

−No, pero si la pedías, la tocábamos.


Había usado El Chupadero de ringtone desde algún día impreciso de septiembre hasta uno muy preciso, el 25 de noviembre. Años sin que nada pudiera reemplazar el White trash de Sumo (algún intento fallido con Tom Sawyer de Rush). El 21, cuatro días antes, saliendo del Mausoleo del Che en Santa Clara, algo ocurrió. El teléfono venia sonando tanto que la canción empezó a fastidiarme. Sospeché un velado mensaje de fuerzas profundas y secretas: yo, como algunos compañeros funcionarios, también comulgo con el marxismo espiritista. Cambié la canción por un ringtone del montón.


El viernes 25, luego de dejar a mis colaboradores en el inminente concierto de Aterciopelados, llegué al aeropuerto con el chofer de la guagua. Bajé solo. No bien la cartelera electrónica anunció que el status del vuelo era landed, a las 10:20 pm, hora local, El chupadero volvió a ser el timbre del teléfono.



−¿Te pagan por escribir "eso"?−, me preguntó un alumno sin malicia pero con incredulidad. Entiendo que me considera persona inteligente, hasta cierto punto. En su micromundo, nadie hace nada si no es por dinero.

Tantas veces escuché resignado el no te pagan, por escribir y por otras cosas, con el a ti y el a vos como única variación. Y es que hay experiencias cuya contraprestación nunca será la guita, porque no hay guita que las pague y siempre serán fuente de buena, regular o, igual que ésta, mala prosa, digo yo, que modestamente comulgo con todas, o casi todas las ideas estéticas de Wilde: la fantasía no se atreve a ser tan extraña como la verdad.



Posdata:


Algo de mi versión, de lo poco que vi.

Vi a Andrea Echeverri bajar de la guagua que la traía por la calle O; la vi encontrarse con Fidel Nadal en la puerta del hotel, sito en calle O; desde una leve inclinación ascendente de la calle O los vi saludarse con un beso y un abrazo; los vi, en la acera de la calle O, comentar el acontecimiento con pesar y preocupación; los vi gesticular.

Oh.

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